miércoles, 3 de diciembre de 2014

En la parte alta del armario del dormitorio tracé con un rotulador una línea en horizontal. “De la línea para arriba es canasta”, le expliqué a mi hermano, dos años más pequeño. Y aunque la inocente travesura de pintarrajear un mueble nos costó una buena reprimenda maternal, nos procuró una improvisada cancha de baloncesto para el resto del verano.

En aquel olímpico verano de 1984 mi hermano y yo ya habíamos aprendido todo lo que unos niños de ocho y seis años necesitan saber sobre la muerte. Que es absoluta, irreversible, unidireccional. Y que devasta a quien se queda sufriéndola. En febrero había muerto nuestra abuela y no por esperada ésta había sido menos dolorosa para todos. Pero para agosto, sólo nosotros dos parecíamos haber sido capaces de pasar página y mientras mis padres y mi abuelo intentaban normalizar su inabarcable desconsuelo, nosotros nos sumíamos con infantil e imprudente alegría en nuestros sueños de niños en aquella casa de Alicante donde habíamos ido a pasar un verano, o mejor dicho, a que el verano nos pasase a nosotros.

“¡Me pido Fernando Martín!”. Si la frase la pronunciaba mi hermano justo antes de empezar el juego, éste se detenía en seco. “No, no. Fernando Martín soy yo”. Y no había mayor principio de autoridad tras aquella sentencia que la que me confería ser el hermano mayor. Mi hermano, refunfuñando aunque no mucho, su mitomanía nunca alcanzaría el nivel necesario para que aquellas disputas derivasen en grave conflicto de intereses, se veía abocado entonces a “pedirse” a Margall, Epi, Corbalán y las más veces, a Andrés Jiménez. Era a partir de ahí cuando de verdad podíamos empezar a jugar. Porque lo cierto es que a mi hermano, en realidad, no le gustaba mucho el baloncesto y por eso sólo conocía a Fernando Martín. Pero Fernando Martín era yo.

Después de aquel verano perfeccionamos aquel juego y la línea pintada sobre el armario acabó siendo un macetero con una red de limones colgando de una alcayata sobre el marco de una puerta. La versatilidad de aquel invento daría pie a disputadísimos partidos, torneos enteros en realidad y hasta concursos de triples y mates entre mi hermano, al que ya le gustaba algo más el baloncesto, y yo. Pero ya nunca se pedía Fernando Martín, en parte porque había encontrado su propio ídolo en Jordi Villacampa, y en parte porque había asumido que, entre nosotros y sin ningún género de dudas, Fernando Martín era yo.

No lloré su marcha a la NBA, al contrario, estaba orgulloso, casi como si un poco de mí se hubiera ido hasta Portland con él. Puede que como madridista me preocupase el incierto futuro al que nos abocaba pero más allá de eso, era consciente de que algo insólito estaba sucediendo, que Fernando Martín estaba poniendo el pie en la Luna y que era mi obligación, como devoto fan suyo desearle lo mejor y esperar que volviese para contarlo. Porque, como los amantes que nunca se despiden del todo, estaba seguro de que Fernando acabaría volviendo al Real Madrid algún día.

Tampoco lloré una tarde de diciembre de hace 25 años. Había ido a pasar el día con mis tíos. Nos habían llevado a dar una vuelta, a comer y por la tarde fuimos a su casa, de dónde debían recogernos mis padres un rato después. En la mesa del despacho de mi tío había un Gigantes del basket atrasado en el que Fernando era portada. A media tarde y después de sestear en el sofá delante de la televisión, me senté a leer la entrevista. Puede que el paso del tiempo haya distorsionado el recuerdo de aquel momento, puede que no tuviese la revista en la mano y ya estuviese haciendo otra cosa, puede que no fuese mi hermano sino mi tío quien entró en el despacho, compungido, puede que yo si fuese capaz de decir algo y en realidad no me quedase paralizado sin ser capaz de emitir sonido alguno. Puede que las cosas no fueran como las recuerdo. Pero en mi memoria, mi hermano, al que nunca dejé ser Fernando Martín, entró en el despacho de mi tío interrumpiendo mi lectura y sólo pronunció cinco palabras: “Se ha matado Fernando Martín”. 

Dos días más tarde, el mismo día que Fernando Martín era enterrado, el Real Madrid recibía al PAOK Salónica en el Palacio de los Deportes. No pude verlo. Había empezado el instituto tres meses antes y tenía el turno de tarde y para cuando quise llegar a casa, el partido ya había acabado y mis padres habían olvidado grabarlo. Así que a la mañana siguiente me levanté pronto y zapeé buscando un resumen, una nota al final del Telediario… lo que fuese. No recuerdo donde me detuve, puede que fuese en La1, quizá en Telemadrid, quién sabe. El caso es que por fin pude ver todas las imágenes que me habían sido negadas el día anterior. Las del funeral y las del partido, sobre todo las del partido. Me estremecí al ver la camiseta de Fernando Martín extendida sobre una silla y pensé, por primera vez en mi vida, que las cosas de los muertos no son nada, no existen desde el mismo momento en aquellos que las poseyeron, que las habitaron, dejaron de existir. Fue algo que me ayudó a entender mejor la muerte de mi abuela y que me ayudaría con las que estaban por venir. Y justo entonces vi derrumbarse a Antonio Martín al final del partido y ahí sí que fue cuando por fin lloré.

En aquellas 48 horas tan abrumadoras no había dejado de pensar en Antonio Martín. Quizá por mi muy especial relación con mi hermano, no podía dejar de pensar en cómo se sentiría Antonio. No reparé mucho en lo terrible que podía ser para sus compañeros, sus amigos, ni siquiera para sus padres. Para mí, la otra víctima de todo aquel drama era Antonio Martín, que había perdido a su hermano, una perversión absoluta del orden natural de las cosas según mi particular punto de  vista en aquel entonces. Así que lloré, no mucho, debo confesarlo, pero sí, lloré. Lloré un mucho por Fernando y un poco por Antonio. Lloré porque, y esto he tardado años en comprenderlo, con Fernando no sé si se murió algo mío o directamente también me morí un poco yo igual que años antes me había ido un poco a Portland. Y es que no hay que olvidar que, como bien claro le había dejado a mi hermano a lo largo de los años, hasta el 3 de diciembre de 1989, Fernando Martín era yo.

4 comentarios:

  1. Absolutamente extraordinario. Precioso. Gracias "Fernando"

    ResponderEliminar
  2. Me lo acaban de pasar por privado excepcional el pasado miércoles hice un podcast especial Fernando Martín, de haberlo tenido entre mis manos te hubiera pedido permiso para leerlo. Carlos Rodríguez.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Carlos. Una pena. Si alguna vez vuelve a surgir la oportunidad tienes mi permiso para leerlo. Saludos.

      Eliminar