A Guille Ortiz, un tío con el
que suelo estar bastante de acuerdo en casi todo, incluso cuando habla de
baloncesto, cosa que tiene un valor incalculable ya que, siendo como es, forofo
de Estudiantes lo más probable era que los árboles no le dejasen ver el bosque,
le parece que el 11-M fue cuando aprendimos que éramos unos miserables. Lo leí
anoche en este arriesgado y valiente artículo. Me impactó porque me ofrecía un
punto de vista sobre aquellos agitados días que no había contemplado en estos
10 años. Así se lo hice saber y le prometí mi respuesta cuando
meditase sobre lo que había leído. Lo he hecho esta mañana, lo de meditar, mientras
montaba en bici, que es el mejor sitio para ello que conozco. Esta es mi
respuesta.
Lo siento, Guille, pero no
estoy de acuerdo. Me niego a aceptar que la gente
de mi ciudad actuase como unos miserables. Ni ese día, ni los siguientes. El
paso del tiempo, que tiene muchas ventajas, también ofrece el inconveniente de
aplastar en el recuerdo como un único suceso, en el espacio y el tiempo, lo que
en su momento fue una sucesión de acontecimientos encadenados pero no simultáneos. Ignoro
dónde y cómo viviste tú aquella jornada del 11-M de 2004 y las posteriores. Yo lo recuerdo todo,
paso por paso, desde que me levanté en casa de mis padres a las 9 de la mañana
hasta que me fui a la cama esa misma noche. También recuerdo las primeras horas del día 12 y
recuerdo la frustración por no poder acudir a la manifestación que había
convocada aquella tarde porque ese día empezaba a trabajar en un nuevo sitio.
Lo recuerdo todo, lo he hecho durante este tiempo, sin olvidar apenas detalles
y jamás he intuido la sombra de la mezquindad en el ánimo de todos los que
tomamos parte, de una forma u otra, de aquellas turbulentas horas. No fueron miserables
los enfermos que se dieron de alta en los hospitales de forma voluntaria para
que entrasen los heridos. No fuimos miserables donando sangre hasta saturar los
centros de transfusión. No fueron mezquinos los taxistas que ese día se
convirtieron en improvisados y generosos chóferes de los afectados, llevando a
la gente de una punta de la ciudad a la otra, tras la huella difusa de los
suyos. No fueron miserables quienes ayudaron a sacar cuerpos de los trenes. Ni siquiera los que no fueron capaces. Tampoco creo que sea nada extraordinario que no hubiese sucedido de
manera muy similar en cualquier otro lugar del planeta. Pero si algo no fue todo aquello,
desde luego, es miserable.
¿Cuándo se empezó a sospechar que
el PP mentía? ¿De dónde nacía esa sospecha? ¿Del PSOE? ¿De sus grupos de
información afines? ¿De filtraciones interesadas de miembros de la
investigación? Quizás eso sea lo que nunca sabremos de lo que sucedió aquellos
días. ¿Pero acaso importa? ¿Es relevante quién le puso el cascabel al gato
cuando de lo que estamos hablando es que del gobierno del país estaba mintiendo
a su población sobre la autoría del mayor atentado de la historia de Europa por
una mera cuestión electoral? Para mí, desde luego, no. En el peor de los casos es un pecado menor. Por eso el 13 de marzo,
sábado, jornada de reflexión, no dudé en acudir a la manifestación frente a la
sede del PP en la calle Génova. No me movía ningún fin político más allá de
reclamar a nuestros gobernantes que estuviesen a la altura de los
acontecimientos, que no siguiesen tomándonos por imbéciles, que una cosa era
decir que el petróleo del Prestige eran hilillos de plastilina y otra que a 192
de los nuestros los había matado X porque a ellos no les interesaba que hubiese
sido Y.
En estos 10 años me he sentido
bastante orgulloso de haber participado de aquella jornada pre-electoral de la
forma en qué lo hice. Sé que para mucha gente fue un acto esencialmente
antidemocrático. Para mí se trató desde un primer momento de trazar una línea
en el suelo y de mandar con ello un mensaje a nuestros políticos: con nuestros
muertos no se juega.
¿Qué se supone que teníamos que
haber hecho, querido Guille? ¿Quedarnos en casa? ¿Admitir la perversión de que
se puede politizar el mayor crimen de la historia de nuestro país? Yo no fui de
los que cambié el voto por lo sucedido aquellos días pero conozco bastante
gente que si lo hizo y casi todos desembocaron, sí, en el PSOE, a quién no le
concedo siquiera la capacidad de orquestar una maniobra a gran escala con la que rentabilizar el atentado (me imagino a Zapatero
y los suyos en un estado a medio camino entre la perplejidad, el estupor más puro y la euforia
contenida ante el regalo que le había colocado Aznar a la puerta de casa: la
victoria en unas elecciones que ni merecían ni esperaban. Y para ello lo único que tenían
que hacer era… nada, dejar que el PP se ahogase en su propio vómito y pasar a
recoger el título). Pues bien, toda esa gente de la que te hablo y que cambió
el voto a última hora, lo hizo motivado por la mentira, por la gestión que el
gobierno hizo del atentado. Por eso no me vale que las elecciones las ganó el
PSOE porque el autor del atentado era Al-Qaeda (de hecho, las encuestas del
viernes 12 seguían dando ganador al PP y no fue hasta el sábado, cuando la
mentira de Acebes y los suyos había perdido pie, cuando empezó a darse el vuelco
en los sondeos). ¿Es miserable cambiar tu voto a última hora y acabar votando
en función de lo que no deseas en lugar de lo que sí te gustaría que fuese? No
me atrevería a calificarlo como poco más que de acto de inmadurez
democrática. Pero miserable jamás.
En fin, resumiendo que esto se me ha ido de las manos. Creo que lo que aprendimos en aquellos días es que estábamos gobernados por miserables. Pero no creo que fuésemos miserables. No lo fue la población de Madrid que dio una lección de solidaridad y civismo durante las 24 horas más trágicas que había vivido desde la Guerra Civil y no lo fue el resto del país, por extensión, en su solidaridad. No lo fue quién salió a la calle a reclamar la Verdad y sobre todo el Respeto, valores estos muy por encima de esa absurda pantomima que suelen ser las jornadas de reflexión. Ni siquiera considero miserables a los 9,7 millones de personas que les votaron. No les entiendo pero no les considero miserables. No a la mayoría, desde luego. No, Guille, no fuimos miserables. Nosotros no. Los únicos miserables de toda esta historia fueron Aznar y su gobierno que intentó rentabilizar la muerte de 192 ciudadanos. El problema fue que su miseria nos salpicó a todos y acabó deformando el cuadro final.
En fin, resumiendo que esto se me ha ido de las manos. Creo que lo que aprendimos en aquellos días es que estábamos gobernados por miserables. Pero no creo que fuésemos miserables. No lo fue la población de Madrid que dio una lección de solidaridad y civismo durante las 24 horas más trágicas que había vivido desde la Guerra Civil y no lo fue el resto del país, por extensión, en su solidaridad. No lo fue quién salió a la calle a reclamar la Verdad y sobre todo el Respeto, valores estos muy por encima de esa absurda pantomima que suelen ser las jornadas de reflexión. Ni siquiera considero miserables a los 9,7 millones de personas que les votaron. No les entiendo pero no les considero miserables. No a la mayoría, desde luego. No, Guille, no fuimos miserables. Nosotros no. Los únicos miserables de toda esta historia fueron Aznar y su gobierno que intentó rentabilizar la muerte de 192 ciudadanos. El problema fue que su miseria nos salpicó a todos y acabó deformando el cuadro final.
De hecho, ¿sabes lo que creo?
Creo, honestamente, que nunca fuimos mejores.
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