martes, 11 de marzo de 2014

A Guille Ortiz, un tío con el que suelo estar bastante de acuerdo en casi todo, incluso cuando habla de baloncesto, cosa que tiene un valor incalculable ya que, siendo como es, forofo de Estudiantes lo más probable era que los árboles no le dejasen ver el bosque, le parece que el 11-M fue cuando aprendimos que éramos unos miserables. Lo leí anoche en este arriesgado y valiente artículo. Me impactó porque me ofrecía un punto de vista sobre aquellos agitados días que no había contemplado en estos 10 años. Así se lo hice saber y le prometí mi respuesta cuando meditase sobre lo que había leído. Lo he hecho esta mañana, lo de meditar, mientras montaba en bici, que es el mejor sitio para ello que conozco. Esta es mi respuesta.

Lo siento, Guille, pero no estoy de acuerdo. Me niego a aceptar que la gente de mi ciudad actuase como unos miserables. Ni ese día, ni los siguientes. El paso del tiempo, que tiene muchas ventajas, también ofrece el inconveniente de aplastar en el recuerdo como un único suceso, en el espacio y el tiempo, lo que en su momento fue una sucesión de acontecimientos encadenados pero no simultáneos. Ignoro dónde y cómo viviste tú aquella jornada del 11-M de 2004 y las posteriores. Yo lo recuerdo todo, paso por paso, desde que me levanté en casa de mis padres a las 9 de la mañana hasta que me fui a la cama esa misma noche. También recuerdo las primeras horas del día 12 y recuerdo la frustración por no poder acudir a la manifestación que había convocada aquella tarde porque ese día empezaba a trabajar en un nuevo sitio. Lo recuerdo todo, lo he hecho durante este tiempo, sin olvidar apenas detalles y jamás he intuido la sombra de la mezquindad en el ánimo de todos los que tomamos parte, de una forma u otra, de aquellas turbulentas horas. No fueron miserables los enfermos que se dieron de alta en los hospitales de forma voluntaria para que entrasen los heridos. No fuimos miserables donando sangre hasta saturar los centros de transfusión. No fueron mezquinos los taxistas que ese día se convirtieron en improvisados y generosos chóferes de los afectados, llevando a la gente de una punta de la ciudad a la otra, tras la huella difusa de los suyos. No fueron miserables quienes ayudaron a sacar cuerpos de los trenes. Ni siquiera los que no fueron capaces. Tampoco creo que sea nada extraordinario que no hubiese sucedido de manera muy similar en cualquier otro lugar del planeta. Pero si algo no fue todo aquello, desde luego, es miserable.

Pero sucedió que nuestros próceres estuvieron muy por debajo ya no del nivel de su pueblo y de sus cargos, sino de unos mínimos de consideración y respeto. Su talla moral en aquellos días sí que fue Miserable. De hecho, mucho más que miserable. Sucede que Aznar y sus compinches, porque en esto sí que hay un ideólogo y unos cómplices que no andan en tierras muy lejanas, hicieron un cálculo electoral de lo que suponía un atentado islamista a 3 días de las elecciones. Y en sus cálculos entraba la variable de ser responsabilizados del mismo por la implicación de España en la Guerra de Irak. Y no nos engañemos, si incluyeron esta variable en la ecuación es porque, de haber sucedido a la inversa, ellos habrían politizado el atentado, habrían buscado la manera de sacarle un rédito electoral. No era una sospecha: llevaban una década haciéndolo. Hecho el cálculo la operación sólo ofrecía un resultado: había que sustentar la teoría de la autoría de ETA por lo menos hasta el domingo para no perder las elecciones. Luego, con el poder amarrado para cuatro años más y su séquito de voceros a sueldo, ya llegaría la hora de enderezar el rumbo, que es una forma muy eufemística de decir que contarían la verdad. Pero sucede también que la mentira suele tener las patitas muy cortas y lo que supuestamente era una maniobra política impecable acabó convirtiéndose en un tiro en el pie.

¿Cuándo se empezó a sospechar que el PP mentía? ¿De dónde nacía esa sospecha? ¿Del PSOE? ¿De sus grupos de información afines? ¿De filtraciones interesadas de miembros de la investigación? Quizás eso sea lo que nunca sabremos de lo que sucedió aquellos días. ¿Pero acaso importa? ¿Es relevante quién le puso el cascabel al gato cuando de lo que estamos hablando es que del gobierno del país estaba mintiendo a su población sobre la autoría del mayor atentado de la historia de Europa por una mera cuestión electoral? Para mí, desde luego, no. En el peor de los casos es un pecado menor. Por eso el 13 de marzo, sábado, jornada de reflexión, no dudé en acudir a la manifestación frente a la sede del PP en la calle Génova. No me movía ningún fin político más allá de reclamar a nuestros gobernantes que estuviesen a la altura de los acontecimientos, que no siguiesen tomándonos por imbéciles, que una cosa era decir que el petróleo del Prestige eran hilillos de plastilina y otra que a 192 de los nuestros los había matado X porque a ellos no les interesaba que hubiese sido Y.

En estos 10 años me he sentido bastante orgulloso de haber participado de aquella jornada pre-electoral de la forma en qué lo hice. Sé que para mucha gente fue un acto esencialmente antidemocrático. Para mí se trató desde un primer momento de trazar una línea en el suelo y de mandar con ello un mensaje a nuestros políticos: con nuestros muertos no se juega.

¿Qué se supone que teníamos que haber hecho, querido Guille? ¿Quedarnos en casa? ¿Admitir la perversión de que se puede politizar el mayor crimen de la historia de nuestro país? Yo no fui de los que cambié el voto por lo sucedido aquellos días pero conozco bastante gente que si lo hizo y casi todos desembocaron, sí, en el PSOE, a quién no le concedo siquiera la capacidad de orquestar una maniobra a gran escala con la que rentabilizar el atentado (me imagino a Zapatero y los suyos en un estado a medio camino entre la perplejidad, el estupor más puro y la euforia contenida ante el regalo que le había colocado Aznar a la puerta de casa: la victoria en unas elecciones que ni merecían ni esperaban. Y para ello lo único que tenían que hacer era… nada, dejar que el PP se ahogase en su propio vómito y pasar a recoger el título). Pues bien, toda esa gente de la que te hablo y que cambió el voto a última hora, lo hizo motivado por la mentira, por la gestión que el gobierno hizo del atentado. Por eso no me vale que las elecciones las ganó el PSOE porque el autor del atentado era Al-Qaeda (de hecho, las encuestas del viernes 12 seguían dando ganador al PP y no fue hasta el sábado, cuando la mentira de Acebes y los suyos había perdido pie, cuando empezó a darse el vuelco en los sondeos). ¿Es miserable cambiar tu voto a última hora y acabar votando en función de lo que no deseas en lugar de lo que sí te gustaría que fuese? No me atrevería a calificarlo como poco más que de acto de inmadurez democrática. Pero miserable jamás. 


En fin, resumiendo que esto se me ha ido de las manos. Creo que lo que aprendimos en aquellos días es que estábamos gobernados por miserables. Pero no creo que fuésemos miserables. No lo fue la población de Madrid que dio una lección de solidaridad y civismo durante las 24 horas más trágicas que había vivido desde la Guerra Civil y no lo fue el resto del país, por extensión, en su solidaridad. No lo fue quién salió a la calle a reclamar la Verdad y sobre todo el Respeto, valores estos muy por encima de esa absurda pantomima que suelen ser las jornadas de reflexión. Ni siquiera considero miserables a los 9,7 millones de personas que les votaron. No les entiendo pero no les considero miserables. No a la mayoría, desde luego. No, Guille, no fuimos miserables. Nosotros no. Los únicos miserables de toda esta historia fueron Aznar y su gobierno que intentó rentabilizar la muerte de 192 ciudadanos. El problema fue que su miseria nos salpicó a todos y acabó deformando el cuadro final. 

De hecho, ¿sabes lo que creo? Creo, honestamente, que nunca fuimos mejores.

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